SOY GERONTOFÍLICO PUEDO HABLAR CONTIGO

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Pasaron tres años hasta que decidió venir a verme. Lo ignoraba todo sobre él. La primera vez que me saludo vía redes sociales, solo se hacía presente con una breve línea: “me gustaría platicar contigo”.

Como suelo hacer con todo el que tocan a mi puerta (absolutamente con todos) respondo como acostumbro a responder: “gracias por tu tiempo y tus saludos; ¡claro que sí estoy a tus ordenes con mucho gusto!”.

Pasaron tres meses para recibir un mismo saludo: “me gustaría platicar contigo”. Por su perfil en Facebook me percato que es un adolescente, prácticamente un niño… trece, catorce años. Tenía 16. La misma redundante respuesta de mi parte: “Cuando quieras, mi muchacho, cuando quieras”. Y sí hubo un rápido acuse de recibido: “tengo necesidad de hablar con alguien -decía- y Ud. me inspira confianza”

Y… volvió a desaparecer.

Creo que el 80% de las personas que me manifiestan querer hablar, no lo hacen. Es real la necesidad de desahogo ante alguien que les inspire confianza. Pero también es real la ausencia del paso decisivo, afrontar el miedo a salir de uno mismo y afrontar las posibles consecuencias de la honestidad. Cuando uno vive dramáticamente encerrado en su persona, el dramatismo es exclusivo de él, de nadie más. Pero cuando se abre, el potencial de ese sufrimiento sale volando y, sí es cierto, siempre es un interrogante a donde va a parar y eso, aún da más miedo… pavor.

Ahora tiene 19 años aquel muchacho de 16. Es gerantofílico. Y su drama personal habría sido menor, o nulo, si en aquellos primeros y tímidos saludos hubiese dado ese “pequeño paso de gigante” que consiste no solo en tocar una puerta, sino, entrar por ella.

La gerontofília es la atracción que sienten algunos, predominantemente jóvenes, hacia las personas adultas o ancianas.

Personalmente a mí, me costó bastante hacerme a la idea de asumir, como lógico, lo que mis sentidos me daban por “anti estético” y eso, es discriminar. Diferencio entre lo afectivo y lo visual. Siempre he asumido la libre opción afectiva, esta es natural al ser humano y no se puede encasillar. Pero confieso que me costó asumir que lo bonito compagine con lo feo, lo grueso con lo delgado, lo alto con lo bajo. Hasta que te das cuenta de que la “obstinación al rechazo” no es propiamente tuya, si no de la cultura que te rodea y que ha permitido que lleguemos “mal preparados” al nacimiento de una sociedad tolerante que para poder convivir tiene primero que pasar por una costosa sanidad de raíz. He sido testigo de uniones de muchachas hermosas con jóvenes feos, jóvenes hermosos con muchachas obesas, jóvenes brillantes con parejas mediocres y… no cabe duda, el mundo de preguntas infringe la correcta serenidad que debe tener el respeto por el derecho ajeno.

Era ya entrada la noche de un sábado más, y estaba con mis muchachos degustando un hotdog popular, al estilo sonorense, en la vieja plaza 16 de septiembre. El ambiente era concurrido, agradable, la noche se regalaba fresca. Ya en actitud de retirarse, se me acerca un joven, se cerciora de que soy quien el sospecha, me saluda gentilmente y me entrega una servilleta doblada; me pide por favor que la lea más tarde. Nos despedimos y cada quien asume su grupo.

-“me gustaría hablar con Ud. Me urge verlo, por favor…” y un teléfono.

El lunes siguiente me comunico y lo invito a un café en un lugar conocido.

-“gracias -dice- desde hace mucho tiempo soñé con este momento. Lo saludaba vía redes sociales, pero no pasaba de ahí… no era capaz de dar el paso siguiente.

Era el. Aquel adolescente de 16 años que tres años antes había comenzado a mandarme mensajes por Facebook. Tenía diecinueve. Y comenzó su historia.

-“Lo conocí en el estacionamiento de un centro comercial -me dijo-. Estaba cansado y no tuve ánimo de acompañar a mis padres al interior de la tienda, me quede en el carro. Lo detecte por el espejo retrovisor y fui siguiendo paso a paso todos sus movimientos: lo pesado de sus piernas, lo cansado de su cuerpo, su cara triste, su color avellana… la indiferencia de algunos, la amabilidad de otros… y empecé a sentir… ¡no sé, no lo puedo explicar…! Una cierta compasión hacia él, un instinto por salir corriendo y ayudarlo, un verlo con sorprendente ternura, una pena grande por imaginarme el sufrimiento que carga sobre sus espaldas. Así me lo imaginaba yo”

Durante días y semanas no hubo forma de quitarme esa imagen de mi cabeza a cualquier hora, en la mañana y en la noche. Cuando vagaba mi pensamiento… comencé a sentirme incomodo, extraño, porque una cosa es que algo te llame la atención, y otra que te obsesione hasta robarte el pensamiento.

Busque miles de justificaciones para volver al estacionamiento. Y volví. Volví para experimentar más sentimiento hacia él. Volví para hartarme de la obsesión. Volví hasta que no lo encontré. Nadie sabía… “así pasa -me dijeron- uno esta hasta que deja de hacerse presente”. Me sentí culpable.

Tres años después, en las idas al banco a retirar mensualmente mi beca, me encuentro sin querer ayudando a un anciano. Es torpe. Se le caen los papeles de las manos, más tarde se le cae también parte del dinero que recibe. Se muestra aguerrido, obstinado, se resiste, pero agradece el apoyo. Disimula su torpeza. En cuestión de segundos me sorprendo con un torbellino de sentimientos cosquilleando mi estómago que desde meses atrás daba por desaparecidos. Me pregunto: ¿por qué de nuevo, ¿Dónde está incubada dentro de mi esa atracción por los ancianos? Ahora tengo diecinueve años. Me siento bien, soy feliz. Él también es feliz. Nadie sabe de nuestros sentimientos. Nadie juzga cuando nos ven en el cine, desayunando en un restaurante, pasando juntos un fin de semana a la orilla de la playa. Nos miran felices. Me miran con miradas de admiración… “pocos nietos les dedican un tiempo tan exclusivo a sus abuelos” piensa o murmura la gente. Los dos sabemos. Los dos callamos. Los dos seguimos la corriente a los que piensan lo que quieren pensar sin desgatar nuestro afecto.

El café se había terminado. El lugar era clásico, de forma que la joven mesera nos volvió a llenar la taza. Yo sugerí un pastel de manzana, él dijo que dos. Ya ambos estábamos mucho más relajados, tranquilos. Reía. Lo que significaba que se sentía cómodo. También yo quise hacerle partícipe de alguna confidencialidad. Eso ayuda mucho. Así que le comente

-“¿Te digo algo? -se puso en guardia, lo note, ignoraba por dónde iba a salir mi comentario. Le había costado mucho llegar a ese momento y una regañada no representaría la mejor respuesta- También yo -inicie mi confesión- siempre he sentido mucha ternura por la gente mayor. No entiendo, no soporto, cómo después de toda una vida siendo parte de la historia de un lugar, un hombre, una mujer, termina sus años, mendigando por las calle, abandonado en una fría casa candidato a morir como un número incomodo, dejar de ser persona para ser objeto. No sé si soy o no soy gerantofílico como tú, pero si algo tengo claro es la injusticia social que estamos cometiendo con nuestros mayores, y eso me despierta mucha sensibilidad”.

No fue el pan de manzana, riquísimo, por cierto, ni las dos tazas de café las que hicieron que el joven gerantofílico creyera, por primera vez, que no esta tan mal, que no estaba mal. Apenas tenía 19 años y mucha vida. ¿Cómo será en adelante su vocación afectiva? Yo no lo sé quizás el tampoco, era demasiado pronto para entenderlo todo, aún tenía mucho tiempo por delante para descubrir en su vida su proyecto personal. De lo que sí me siento orgulloso es de que creo que me entendió, y eso ya fue ganancia.

-No temas, no estás en el mal camino -le dije- .

Y se marchó feliz. Quiso pagar el café, pero yo me negué. Tres años esperando encontrarse consigo mismo merecía un premio. Aunque este solo fuese un simple café con un pastel de manzana.

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